Como a todas horas Azucena soltaba el humo que empezaba a quemarle los pulmones, miraba el humo mezclarse en el aire, jugar entre las ropas, esconderse tras las almohadas. Azucena nunca habÃa sido buena para soltar nada, no olvidaba, no sabÃa cómo, quizá por eso fumaba en los armarios con la puerta cerrada.
Se miraba las manos, viejas como troncos. Los pies largos como raÃces mal cortadas. SentÃa los codos clavándose contra las costillas, las rodillas apretadas contra el pecho, el recordatorio del frÃo cruel que se le metió entre los huesos.
Temblaba, ahora siempre temblaba. Daba otra calada, inhalaba fuerte, profundo, amargo. Trataba de retener el aire pero se fugaba entre los pulmones rotos, se sentÃa casi como respirar. Azucena no recordaba la última vez que habÃa respirado.
Escuchaba el cerrojo de la puerta de entrada. El ruidito tintineante de las llaves. El maletÃn limpiando el polvo de la mesa. Los pies arrastrados de VÃctor por toda la estancia, en la cocina, subiendo las escaleras. El armario rechinando cuando se sentó junto a ella.
-¿Qué tal el trabajo? -susurró VÃctor. Ahora solo susurraba.
-Bien… Tengo una montaña de manos… de manitos pintadas en mi escritorio– Ambos miraban el escritorio vacÃo, aunque sabÃan hacÃa meses que habÃa dejado de trabajar.
-Debieron divertirse pintando– VÃctor miraba al suelo, ahora siempre miraba al suelo.
Ella ya no recordaba la última vez que lo habÃa visto sus ojos. Incluso a veces, cuándo salÃa temprano en silencio y a hurtadillas, cuándo se tardaba en subir las escaleras, cuándo trataba de envolverla en kilómetros de silencio que los separan. Esas veces, ella creÃa que jamás los habÃa visto.
-Lo hicieron...
-TodavÃa tienes manchas en los brazos- Sus dedos famélicos se estiraban como queriendo tocarla pero le pesaban demasiado. Ahora casi todo le pesaba demasiado.
-Lose...
-¿Hanna… también las tiene? –susurraba VÃctor cada vez más bajo.
-Si… no quiere lavarse… dice…dice que quiere pintar su cuarto…- Y casi por inercia los dos miraban la pared pintada, la pequeña huella que era casi una sombra.
-Dijo que ya estaba grande para esas cosas.
-Ha cambiado de opinión…quiere ser pintora.
-Ayer era militar.
-Quizá mañana sea doctora…
-Quizás…
-O bailarina… siempre quiere ser bailarina…
-¿Te encargas tú del almuerzo? Dice que le gusta esa forma que tienes de cantar cuando cocinas –dijo VÃctor después de un largo silencio.
-Por supuesto –Aunque los dos sabÃan qué ya nadie cantaba, que ya no sabÃan cómo hacerlo.
A oscuras VÃctor miraba el cuarto pintado de rosa, las muñecas tiradas por el suelo, los dibujos en las paredes. Tocaba con cuidado la pintura rota, dejaba la huella de sus dedos sobre los muebles olvidados, el huequito de la esquina para la casa de muñecas que nunca hizo.
Le daba una calada al cigarrillo de Azucena, lo soltaba cuando el humo empezaba a quemarle los pulmones. Tragaba los viejos recuerdos, las lágrimas agrupadas tras los párpados. Lágrimas en vez de sangre corriéndole por las venas. Y quizá por eso hizo una mueca que trataba de ser una sonrisa, aunque los dos habÃan olvidado como sonreÃr. Y repetÃan la misma conversación que tenÃan hace un año. Porque VÃctor, tampoco era bueno para soltar.