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  • Foto del escritorClarita Pavon

CASA DE MUÑECAS

Como a todas horas Azucena soltaba el humo que empezaba a quemarle los pulmones, miraba el humo mezclarse en el aire, jugar entre las ropas, esconderse tras las almohadas. Azucena nunca había sido buena para soltar nada, no olvidaba, no sabía cómo, quizá por eso fumaba en los armarios con la puerta cerrada.

Se miraba las manos, viejas como troncos. Los pies largos como raíces mal cortadas. Sentía los codos clavándose contra las costillas, las rodillas apretadas contra el pecho, el recordatorio del frío cruel que se le metió entre los huesos.

Temblaba, ahora siempre temblaba. Daba otra calada, inhalaba fuerte, profundo, amargo. Trataba de retener el aire pero se fugaba entre los pulmones rotos, se sentía casi como respirar. Azucena no recordaba la última vez que había respirado.

Escuchaba el cerrojo de la puerta de entrada. El ruidito tintineante de las llaves. El maletín limpiando el polvo de la mesa. Los pies arrastrados de Víctor por toda la estancia, en la cocina, subiendo las escaleras. El armario rechinando cuando se sentó junto a ella.


-¿Qué tal el trabajo? -susurró Víctor. Ahora solo susurraba.

-Bien… Tengo una montaña de manos… de manitos pintadas en mi escritorio– Ambos miraban el escritorio vacío, aunque sabían hacía meses que había dejado de trabajar.

-Debieron divertirse pintando– Víctor miraba al suelo, ahora siempre miraba al suelo.

Ella ya no recordaba la última vez que lo había visto sus ojos. Incluso a veces, cuándo salía temprano en silencio y a hurtadillas, cuándo se tardaba en subir las escaleras, cuándo trataba de envolverla en kilómetros de silencio que los separan. Esas veces, ella creía que jamás los había visto.

-Lo hicieron...

-Todavía tienes manchas en los brazos- Sus dedos famélicos se estiraban como queriendo tocarla pero le pesaban demasiado. Ahora casi todo le pesaba demasiado.

-Lose...

-¿Hanna… también las tiene? –susurraba Víctor cada vez más bajo.

-Si… no quiere lavarse… dice…dice que quiere pintar su cuarto…- Y casi por inercia los dos miraban la pared pintada, la pequeña huella que era casi una sombra.

-Dijo que ya estaba grande para esas cosas.

-Ha cambiado de opinión…quiere ser pintora.

-Ayer era militar.

-Quizá mañana sea doctora…

-Quizás…

-O bailarina… siempre quiere ser bailarina…

-¿Te encargas tú del almuerzo? Dice que le gusta esa forma que tienes de cantar cuando cocinas –dijo Víctor después de un largo silencio.

-Por supuesto –Aunque los dos sabían qué ya nadie cantaba, que ya no sabían cómo hacerlo.


A oscuras Víctor miraba el cuarto pintado de rosa, las muñecas tiradas por el suelo, los dibujos en las paredes. Tocaba con cuidado la pintura rota, dejaba la huella de sus dedos sobre los muebles olvidados, el huequito de la esquina para la casa de muñecas que nunca hizo.


Le daba una calada al cigarrillo de Azucena, lo soltaba cuando el humo empezaba a quemarle los pulmones. Tragaba los viejos recuerdos, las lágrimas agrupadas tras los párpados. Lágrimas en vez de sangre corriéndole por las venas. Y quizá por eso hizo una mueca que trataba de ser una sonrisa, aunque los dos habían olvidado como sonreír. Y repetían la misma conversación que tenían hace un año. Porque Víctor, tampoco era bueno para soltar.


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