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Foto del escritorClarita Pavon

Cigarrillo

Cómo todas las noches a oscuras y en silencio, la observaba sentada en la ventana. Inclinaba la cabeza, sacaba una pierna, se balanceaba en la cornisa, colocaba su mano dónde solían estar las mías, dónde yo la sostenía cuándo me contaba que tenía alas. Cuándo tratamos de ser piedras en el mar de gente. Cuándo el primer misil nos devoró en un suspiro. Cerraba los ojos, la escuchaba respirar profundo, ya casi nunca respiraba. Abría el libro en la misma página que olvidábamos cada noche, pero ya no leía, ya no sabía cómo hacerlo, no cuándo las palabras se le quedaron trituradas entre rezos. Sacaba los cigarrillos de su bolsillo, acariciaba las letras desgastadas de la caja. Seguía oyendo su risa de cuándo descubrió, que los cigarrillos polacos no traen recordatorios de que nos estamos fugando.


Me miraba antes de empezar el ritual. Y yo recordaba los guiños seductores, la mirada juguetona, la sonrisa traviesa, todos extraviados en alguna parte del desierto helado. Tomaba el encendedor, el único que le alcanzó en la mochila chiquitita que nos dejaron empacar, el único de nosotros que regresó completo. Lo movía entre sus dedos ágiles, entre las yemas doloridas que con piedras rasparon hasta robarle el nombre, arrancarle el apellido, hasta dejarla huérfana. La veía encoger el cuerpo, subir los hombros, ahuecar las manos. Escuchaba sus codos golpeando contra las costillas como recordatorio del frío cruel que se le metió en los huesos, en los rieles olvidados, en los pulmones agrietados de tanto gritar inocente.


La veía tomar el cigarrillo y colocarlo entre los labios. Lo apretaba un poco, se cuidaba de no mojar el filtro. Volvía a escuchar la historia de como un libro le enseñó a fumar a la francesa y sigo oyendo sus gritos cuándo a golpes se lo quitaron. Cómo con cascaritas de huevo le quemaron los labios. Los colores vibrantes de la piel, que le arrancaron con lejía, los cortes con los que aprendió a cantar, los silencios con los que aprendió a leer. Los dedos quebrados, que de a poco le olvidaban acariciar. Las ojeras infinitas de los veinte años sin dormir.


Intentaba encender la llama. Nunca lo lograba a la primera, ni a la segunda. A veces simplemente no lo lograba. Las pequeñas chispas se desvanecían en sus manos, ella apretaba fuerte los párpados para no verlas, para no recordar. Cómo podía explicarle que antes de que la luz queme, me pedía que no la apague. Qué antes dormíamos, leíamos, amábamos, con las luces encendidas. Qué ella misma era luz, que solo su calor pudo protegernos en el bunker. Qué las primeras luces que ve, no siempre vienen acompañadas de armas, de gritos, de robos. Qué la llama, que les dio un blanco a los misiles, fue la misma de la primera noche que nos desciframos entre versos, la misma que nos acogía en las mañanas llenas de besos, que nunca dejó de ser, que siempre será. Qué antes le decíamos, amanecer.

Volvía a intentarlo.


Pero el viejo encendedor ya casi nunca funcionaba. Hay que tener fé, me susurraba bajito. Y tengo más fe de la que tuve cuando lo encendimos por primera vez en medio de la tormenta de nieve. Más de la que le puse a nuestro primer beso en el lago congelado o de la vez que esperábamos no ser castigados por jugar entre la nieve, fumar en la cocina, por dormir juntos. Más, que cuando intentamos tener un gato a escondidas, comprar comida en un idioma todavía extraño, no soltarnos entre tanto ruido. No perdernos entre tanta gente. Amarnos, entre tanto frío.



Volvía a intentarlo y yo veía sus ojitos suplicantes, mientras se limpiaba las viejas lágrimas que todavía no había llorado. Las que no se atrevió a soltar cuando le ordenaron que suplique por su vida. Las que se le perdieron, cuándo el grupo de fugitivos la tocó en lugares que ni ella misma conocía. Las que la ahogaban en medio de la noche. Lágrimas en lugar de besos, de palabras de despedida, de promesas que ya nadie recordaba. Entonces, respiraba y contaba desde diez.


Diez, porque todos los demás números se le olvidaron, cuando de cansancio, hambre, de desesperanza se le quemaron los sueños. Nueve, los pisos que subíamos y bajábamos, intentando escapar del fuego. Ocho, los cuentos que se inventó cuando temblábamos. Siete, los niños a los que tuvo que taparles los ojos mientras sus padres se despedían en una línea de fusilamiento. Seis, las veces que le dije que la sostendría. Cinco, porque ese fue el número de semanas que tardó su piel en cubrir los golpes. Cuatro, los miembros de su nueva familia a los que le quitaron el tiempo para conocerlos, o reconocer en una montaña de cuerpos. Tres, de mis viejos lunares en el cuello. Dos, para agrupar en un número los infinitos besos que nos sobrevivieron. Uno, del corazón que dejó olvidado conmigo.


Volvía a contar.

Apretaba fuerte el encendedor, lo acercaba todo lo que podía. Pero el filtro ya estaba mojado y el viento corría demasiado fuerte. Volvía a contar, mientras escucho cómo para ella soy la última calada de cada cigarrillo que nunca se fuma. Cómo ya no puede desayunar chocolatitos calientes porque fue lo primero que aprendió a pedir y lo último que le preparé. Cómo dejo de cocinar en las madrugadas, cómo se le arruinaron los pies de tanto correr descalza y ahora no camina. Volvía a intentar y se desesperaba. Se desesperaba porque seguía recordando los rostros, sosteniendo las manos, escuchando los gritos. Porque todavía veía los fantasmas que no pudo salvar, escuchaba los disparos que no pudo detener, la mirada de los niños que la obligaron a soltar. Porque le seguían quemando en la garganta los ruegos que Dios ya no escuchaba, los que nunca escuchó. Porque no importa, cuánto, ni cuantas veces cuente, siempre estamos aquí. Siempre nos vamos a quedar aquí.


Volvía a intentarlo. Y esta vez, con sus ojitos suplicantes me pide que tenga fe, que no paré de caminar, que el mundo tiene un final, que nos encontraríamos ahí, que tenga mucha fé, que regrese, que juntos lo arreglaríamos, que sobreviviríamos. Y yo que llevo el cansancio a cuestas, la sonrisa machacada, el corazón expirado, sólo podía verla porque ella era ella, y yo seguía con ella y juntos nos seguíamos fugando, porque quizá, nunca dejamos de hacerlo.


Y cómo grito de rebelión, cómo aleteo con ala rota, cómo milagro. Se encendía y en el suspirar del cigarrillo me sobrevive.



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