Me acuerdo que era agosto y que en nuestro pequeño país todos los días eran calurosos. Tienes que enamorarte, me acababa de decir Francisco, ya sabes, enamorarte de verdad, de esos amores locos que te dan ganas de entregarlo todo. Y debes perderlo. Eso es lo que necesitas para saber cómo se debe tocar a Chopin. Ya no recuerdo que le respondí ese día, pero si recuerdo que meses después le mandé un mensaje de cinco páginas diciéndole que al fin entendía cuando me hablaba de las miradas.
Me acuerdo que crecí en una familia cristiana y que cuando era pequeña todos felicitaban a mis padres porque yo era muy callada, muy tranquila, muy quieta. Mi mamá decía que había sido difícil pero que era una niña buena. Mi papá decía que eran babosadas, que lo que yo tenía, era una revuelta interna. Mamá tenía razón, habíamos pasado tiempos difíciles, pero también recuerdo que le repetí esa revuelta cuando me besaba el ombligo, y que tuve que encontrarlo en el otro lado del mundo para empezar a creer en los milagros. No recuerdo bien, si fue porque los dos crecimos silenciados, pero si que juntos aprendimos a gritar de risa.
Me acuerdo que de pequeña leía mucho, que una vez encontré un libro con el nombre raspado, que hablaba sobre un monje que no tenía muebles en casa. Que no tenía casa, que era feliz, que ya no necesite nada. Y que por eso nunca olvidé el nombre de todos los poemas que le leí, la letra de cada canción que me cantó, el sabor amargo de su café mañanero, el segundo exacto en que la tierra empezó a temblar, y los pedazos de vida que nos tomó sostenernos de la mano.
Me acuerdo del día en que mi padre se fue, yo empaque sus maletas y le dije que no regrese. Mamá todavía lloraba en el baño. Papá me dijo que tenía que ser fuerte, yo tenía diez años. Pero se que fui fuerte, porque tiempo después no me costó mucho llenar una maleta con los restos del hogar que estábamos construyendo, del que nos robaron, al que le prendieron fuego. Porque pude mirarlo a los ojos y decirle que todo iba a estar bien.
Me acuerdo que papá hablaba de Victor Jara, Videla, Violeta Parra, la negra Sosa, de Pinochet. Recuerdo que hablaba de palabras peligrosas, de rebelión, de dignidad, de libertad, de no dejarnos caer. Me acuerdo que me enseño mi primera canción en el piano, y que cuando me apuntaron entre las cejas no deje de repetirla. Que cuando me quisieron poner de rodillas, yo seguía cantando, Y que cuando al fin nos soltaron llame a casa para decirle que al fin empezaba a entender eso de la dignidad.
Me acuerdo que quizá, porque éramos fuertes, pudimos subir al tren mientras veíamos al país adoptivo que nos cuidó como madre derrumbarse entre misiles. Todavía tengo los golpes nunca se borraron de mi cuerpo, el frío que nunca se fue de mis huesos, las súplicas que me siguen quemando los pulmones, mis manos que siguen apretando las suyas. No sé sí él sigue recordando, si todavía espera dormir en mis brazos, si extraña mi voz en la madrugada, pero yo ahora entiendo porque el monje no tenía nada, porque Victor siguió cantando. Porque ahora sé cómo tocar a Chopan y porque no tengo miedo de seguir gritando, slaba Ukrayina.
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