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Foto del escritorClarita Pavon

Cigarrillo

La vieja, le decíamos todos los del barrio. Pocas cosas supimos de ella. Sabíamos que un día simplemente apareció en la ventana, y que otro así de fácil, desapareció. Que alquilaba el departamento más grande, en el piso más alto, que nunca se movía de la ventana. Que era un poco inmortal, llegó tan vieja como se fue. Que estaba un poco loca gritaba números en desorden, tocaba una guitarra que nadie veía, hablaba en palabras que nadie conocía. Nunca supimos cómo se llamaba, de dónde vino, o cómo hacía para pagar la renta.


Pero yo sabía más de la vieja, tenía veinte años la primera vez que hablé con ella. No se bien para qué, pero recuerdo que subí trece pisos hasta su ventana, recuerdo que entre por la puerta, revisé un poco el departamento, y que cuando me senté junto a ella iba por él ciento cuarenta y cuatro en lista discontinua de números. La había escuchado un par de veces antes, estaba a dos números de terminar y volver a empezar.


Tienes que intentarlo cinco veces, todo es perfecto, dijo la vieja cuando acabó por tercera vez su ronda de números, habíamos abierto una caja de tabacos y yo trataba de encender el también viejo encendedor que me dio. No hablamos mucho ese día, ni me sorprendí cuando salió un poquito de fuego al quinto intento. Nos acabamos la caja de cigarrillos. Supe que regresaría.


La siguiente vez que la ví, ya se había acabado media cajetilla. Me senté a su lado y me pasó el café que estaba tomando. Me dijo que él los preparaba, que era una mezcla entre un capuccino y un moca, que yo no entendería de esas cosas. Me contó que lo conoció a principios de año, que era invierno y que las temperaturas bajaban a -24 grados. Que era joven, bonita, que tenía un montón de sueños, que la primera vez que lo vio llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir, tres vuelos, y una carpeta con la visa de su nuevo país. Nunca supo si fue por el idioma tan extraño, pero cuando él pronunció su nombre, ella ya se había enamorado. Me mostró las cicatrices de la espalda, dijo que eran las marcas de sus alas, que se las cortaron en el tren.


Por entonces yo empezaba periodismo y estaba obsesionado con todas las conversaciones que tenía, recuerdo que la próxima llevé un paquete de cigarrillos, una grabadora y le pregunté por el número ocho. Me dijo que todo es perfecto, que él era físico y se lo había enseñado, que tenía demasiados ochos en su vida, que cada tanto se le iban. Me dijo que siempre empezaba por ocho porque cuándo lo multiplicaba por sí mismo revivía las horas que estuvo parada en el tren, que la desesperación la ayudaba a tenerlo cerquita. Que también fueron ocho las noches que durmieron en el bunker. Ocho meses que tardó en sacarse las cenizas de los pulmones, ocho cuentos que se inventó para que olvidaran las balas. Todos eran ocho, los vinos que tomaron en el lago, las veces que juraron no soltarse. Los gatitos que tendrían. Los planes que hicieron para fugarse.




A ella le gustaban las constantes y después de esa noche me ví obligado a regresar todas las noches, a la misma hora, con mi grabadora y un paquete de cigarrillos. Después del ocho traté de preguntarle por el veintiuno, pero me dijo que el ocho estaba compuesto por el tres y el cinco y que esa noche iba a hablarme del tres. Me dijo que ellos se querían, que tardaron tres meses en decirlo, pero que se quisieron a los tres minutos. Que vivían en una residencia, que ahí conoció a tres chicos, los miembros de su nueva familia, que no pudo escarbar tres tumbas y los dejó ahí solitos, sin enterrar. Me contó que fueron tres los tabacos que fumaban al día. Los hombres que la obligaron a ponerse de rodillas. Los lunares en su cuello. Los días enteros sin agua ni comida. Me dijo que nunca creyó en Dios, pero que tres veces le había rezado, que ninguna la escuchó.


Para entonces, empecé a ver un cambio en la vieja. Ví que rejuvenecía, que quizá nunca había sido tan vieja. Cada noche la veía un poco más joven, un poco menos muerta. Cuando llegamos al cinco me dijo que no todo era tan malo, que por un tiempo, tuvo amaneceres, libros y cafés, que no necesitó más, que los recuerdos le bastaban para toda la vida. Me contó que de chiquita el cinco era su número favorito y que cuando lo conoció cinco días le hablo del cinco, que él no se asustó que desde ahí la despertaba con cinco besos. Me habló de las cinco noches por semana que se escapan juntos. Las fotos que todavía le quedaban. Las veces había que tener fe.


Me dijo que al tres lo componían, el dos y el uno pero que de esos tenía demasiado y todavía le dolían, que podía escoger otro. Le pregunté por el treinta y cuatro. Me dijo que no había mucho sobre ese número, que a veces los treinta y cuatro la visitaban, que seguramente yo también los veía. Dijo que por eso el apartamento más grande, porque todos todos siempre regresaban. Me contó que había dos trenes, el primero cruzaba medio país, y ellos subieron por un descuido de los guardias, que lograron conseguir asientos y que alguien les regaló media funda de papas. Que ella se despertó en la noche, que el tren no volvió a abrir las puertas, que treinta cuatro familias dejaron fuera.


Empecé a pensar que la vieja no estaba tan loca, que quizá decía la verdad, que ese tipo de cosas no se imaginan. Pensé que si era real, la historia de la vieja sería grande, podía presentarla a algún periodico, tomar fotos de sus pies lastimados, del apartamento vacío, de las marcas de la espalda, del cuello. Estaba decidido, primero investigué su listita de números, pero como ella los decía no tenían ningún sentido, pasé dos días pensando en diferentes combinaciones, hasta que decidí ponerlos de menor a mayor. No recuerdo bien si me emocione o me decepcione con lo fácil que fue encontrarlo, era la sucesión de Fibonacci, no necesitabas ser físico para saber eso.


La siguiente noche, para apaciguar un poco mis nervios y los suyos, además de mis implementos de siempre, a los que se habían sumado una libreta y una camarita, le lleve un pedazo de tarta y un chocolate caliente. Me contó que hace mucho tiempo amaba los dulces, que él solía esperarla fuera de la universidad, que regresaban juntos y que él siempre le compraba chocolates, me dijo que el país tenía una industria enorme en dulces de todo tipo, que había un centro comercial con dos pisos solo de dulces, que nunca había probado algo como eso. Dijo que compraban vinos y chocolates, que un tiempo solo vivieron de eso. Me sonrió cuando olió el chocolate, no la había visto sonreír antes.

Esa noche todo rastro de vejez se borró de su rostro, por primera vez pude ver a la chica de las historias, me sorprendí al descubrir que quizá tenía la misma edad que yo. La ví sonriente, con los ojos brillantes, con manos suaves, la ví corriendo por la nieve, desnuda tratando de recoger las miguitas de amor que se le habían fugado.


No comió la tarta, ni probó el chocolate, dijo que no podía. Que él también era chef, que le preparaba todas sus comidas, me contó de la pasta al pesto, de cáscaras de naranja confitadas, de sushi, de huevos preparados de mil formas. Me contó que ella tenía clases los sábados, que él le preparaba el desayuno, le mandaba las cascaritas para los descansos y que cuando ella llegaba solía encontrarlo limpiando su cuarto, con la comida lista, con un vino recién abierto. Que ella amaba verlo cocinar, que aprendió de solo verlo, que a veces estaba segura que si el sol salía era solo porque él cocinaba.


Otra noche le pregunté por los cigarrillos, dijo que tiene que ver con el uno pero que podía contarme un poco. Me habló de su niñez, que ahí empezaba todo. Había crecido sola en una familia muy conflictiva, los cigarrillos le recordaban la única vez que pasaron las fiestas tranquilos, que era su forma de asociar un lugar seguro. Dijo que los cigarrillos los habían unido, que fue lo primero que aprendió a comprar. Que siempre estuvieron ahí, en el primer turno que tuvo que estar despierta, en los pisos que subían y bajaban para escapar del fuego. Dijo que también la salvaron, que todavía no puede contar los cuerpos del segundo tren, que alguien tenía un arma, que todos estaban locos, que solo fumar la salvó de la hipotermia. Que sólo así podía llevarlos a todos consigo.


Tiempo después descubrí que le gustaba leer y que sabía varios idiomas. La última noche que la ví, me esperaba con un café y un librito, me dijo que ese también los había salvado. Dijo que ya no sabía leer, que sólo reconocía las letras de su nombre, no el de ella, solo las de él. Dijo que algunas noches habían tenido miedo, que el búnker tenía de esos fríos que te escalan hasta los huesos. Dijo que el arte salva vidas, que cuando nadie pudo sostenerse, cuando la desesperación se los tragó por dentro, ella leía. Qué también así, leyendo, los encontró el primer misil.


La noche siguiente había desaparecido, nunca supe más de la vieja. No sé si todo lo que me dijo era cierto, pero sé que en Europa del este hay inviernos muy fríos, que recientemente se inició una guerra y que millones de personas salieron en trenes. El libro nunca lo leí, estaba en italiano.



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