De nuevo los gritos apagados de la mamá la despertaron. La vi a la Herminda levantarse con los ojos cerrados. Caminaba arrastrando los pies, tomaba el balde de agua que a escondidas habíamos llenado esa mañana. Herminda estaba desarrollando nuevos hábitos. Ahora tenía el sueño ligero, la boca callada, los ojos cada día más cansados.
La mama volvía a gritar bajito y Herminda todavía negándose a abrir los ojos, se arrastró lentamente hacía ella. No me gustaba la nueva Herminda. La que tenía huecos en las rodillas, la que no cantaba, la que ya nunca se subía en mi lomo, ni me cepillaba. La que apenas me miraba.
La veía arrodillarse frente a la mamá que cansada y sudorosa, pero obstinada como una mula no soltaba ni una lágrima. Es lo mejor, pensábamos todos aunque solo ella lo decía, porque solo a ella le quedaba un poquito de voz. Y el Taita, que hace tiempo traía roto el espíritu, solo movía la cabeza y no necesito hacer más porque después de tantos incluso yo lo entendía. No me gustaban esas noches, quizás era el frío que me daban las cadenas, las lágrimas del Taita, el vacío de la mamá o el silencio de Herminda que cada día se hacía más profundo.
Respire profundo mientras intentaba moverme, sentía todavía los pies puntiagudos de los nuevos que me lastimaban las costillas, sus brazos alargados me quemaban los muslos, sus manos duras que me arrancaban cabellos, que torcían mi cuello. Lo intenté de nuevo, pero el ruido de las cadenas llegó hasta Herminda que asustada abrió los ojos.
La miré tratando de reconocer a la vieja Herminda. La niña que llena de tierra corría a mi lado, la que me alimentó como a los suyos, la que no conocía de permisos, látigos o castigos. La que aguanto los golpes y el ají en las heridas cuándo los nuevos trataron de domarme. Ella ya no me miraba, miraba las cadenas, las cuerdas, la piel curándose, las pezuñas sangrantes. Pero ella ya no era ella y yo tampoco seguía siendo yo, nosotros ya no podíamos mirarnos porque a los dos, con fierros y a fuego, nos habían robado la identidad.
Yo no entendía porque los nuevos me encadenaban, me llamaban suyo, me destrozaba. Tampoco entendía porque al taita le habían trasquilado la cabeza, porque la mama paria a los hijos de los nuevos. Porque ahora, hasta yo, lloraba sangre.
Y vi el pequeño charco que Herminda se esforzaba en limpiar, el balde que una vez al año llenábamos a escondidas, el pequeño bulto del guagua ausente que seguía cobijado en las manos de la mamá. Y vi al taita que de tanto llorar se había quedado sin lágrimas, que acariciaba la cabecita partida y le besaba los ojitos que no tuvieron tiempo de ver. No servirá al amo, susurraba una y otra vez, un poquito más fuerte, lo suficiente para que Herminda escuche, para que yo lo escuche. Y solo esa verdad nos era suficiente.
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